Friday, August 17, 2012

"La amistad" por Lola Gutiérrez

   La amistad es un vínculo que nos proporciona la posibilidad de compartir experiencias, conocimientos, además de cariño.

   Siempre he creído, he mantenido la ferviente idea de que la amistad divide las penas y multiplica las risas, de hecho, es algo que he podido comprobar en numerosas ocasiones.

   Hace dos años conocí a Pedro Fructuoso, recuerdo nuestra primera charla como si hubiera ocurrido hace minutos, halamos de zarzuela, de bandas de música, de la necesidad del pueblo de tener su propio ayuntamiento, ese encuentro ocurrió en una reunión vecinal, él, como siempre, aportando su tiempo y sus conocimientos a su amado y preciado Pozo Estrecho.

   Pedro era un apasionado de la historia, de la música y del tabaco, este último, acabó por traicionarlo por no abandonarlo a tiempo. El humo de ese cigarrillo, que enmascaraba por momentos  su sonrisa se portó con él como Judas se portó con Jesús.

   El amigo Pedro era una caja de sorpresas sin fondo.

   Quién hubiera pensado que condujo el coche que paseaba a la Piqué y sus baúles. Desgraciadamente no puedo decir que era amigo mío. Sería mentir, y no es por nada, si no fuimos amigos fue porque nunca tuvimos la oportunidad de conocernos mejor. Pero sé a ciencia cierta, que sus verdaderos amigos lo recordaran siempre con cariño, con infinita alegría. La inmensa alegría de haber compartido con él algo tan bonito como es el tiempo, bello y escurridizo cuando pasa rápido, y triste como ahora, cuando se agota.

   Mi homenaje a Pedro es un relato, viniendo de mí parte no podía ser de otra manera, pero he de decir que nunca se me hubiera ocurrido a mi misma. Esta idea plasmada en estas líneas que estáis leyendo en este momento es un encargo de Belén, la misma Belén con la que sí he compartido sonrisas y lágrimas.

   Estimado Pedro, la amistad más que buscarla hay que conservarla, por eso sé... que Pozo Estrecho te llevará por siempre en su corazón.


La amistad


   José vivía como puro ermitaño, en plan anacoreta, un alma asustadiza que se escondía de la gente.

   Tenía una tara física, la polio le dejó una pierna más flaca que la otra además de una profunda cojera, un buen día, harto de burlas abandonó el pueblo.

   Total, no tenía familia alguna, nadie notaría su ausencia, nadie lo echaría en falta, de menos. José no sabía lo que era una caricia, no recordaba un tierno beso de consuelo, hasta abandonar el lugar había vivido de una falsa caridad en los establos de una casona de ricachones.

   Tras semanas de mucho andar se recluyó en la montaña en la más absoluta soledad.

   Vivía de la tierra, comía y se abastecía de lo que el cultivaba, regaba y cuidaba. Poseía el bien más preciado y codiciado del mundo.

   José descubrió la felicidad, la felicidad de habitar en esa montaña sintiéndose libre del todo, sintiéndose Dios.

   Todos los días, los animales que vivían cercano a él lo visitaban, las ardillas, al principio asustadizas, acudían a sus manos en busca de semillas, nueces y otros frutos que José desinteresadamente compartía. Hasta los pajaros se posaban sin temor sobre sus hombros. Esos animales no conocían la maldad, la envidia, el poder, algo que tenían en común con José, que por no dañar era incapaz de matar una mosca.

   Tantos años observando el cielo en soledad hizo que José fuera conocedor de todo el firmamento.

   Conocía exactamente todas las estrellas, su posición exacta, sus cambios cuando variaban las estaciones. Conocía todas y cada una de las fases de la luna, incluso sabía cuando guarecerse de la lluvia aunque esta tardara horas en aparecer. Adoraba el olor del bosque, adoraba el olor de los primeros lirios silvestres en primavera, el aroma cercano de la brisa del mar. Adoraba la paz de ese paraíso despoblado de hombres y que hizo suyo.

   José sabía distinguir entre una infinidad de vegetación, conocía todas y cada una de las plantas que existían en esa montaña. Clasificaba sus hojas y preparaba ungüentos. Perfectamente sabía cual era la adecuada para tratar un resfriado, una quemadura, incluso una torcedura o una tos seca.

   Los animales también conocían la bondad de la naturaleza, además de la buena amistad de José, ellos, desvalidos, acudían a él cuando enfermaban o la pistola de algún cazador los dejaba mal heridos. José lavaba, desinfectaba, cuidaba de sus heridas, pasaba junto a ellos esas horas difíciles sin abandonarlos.

   Horas que por momentos reportaban risas al curarlos, otras reportaban llanto debido a la gravedad, cuando eso ocurría devolvía sus cuerpos a la tierra, esa misma tierra que le proporcionaba a él el sustento.

   Sus únicos amigos caminaban a cuatro patas y José se sentía dichoso, se sentía el amo del mundo entre ellos, conversaba con gamos, liebres y jabalíes. En las noches de luna llena los animales se arremolinaban en torno a él para escuchar sus historias, él los aceptaba tal cual eran y ellos a él exactamente igual, sin desprecio, con mucho aprecio. De esa maravillosa forma transcurrieron los años para José, sin darse cuenta se convirtió en todo un anciano.

   Una mañana, se quedó dormido bajo el roble, los animales, siempre agradecidos, se encargaron de su cuerpo. Los que disponían de zarpas cavaron un hoyo profundo junto a él, después lo cubrieron de tierra. Todo ocurrió en silencio, con respeto, con amor, ya que siempre recordarían a José aunque ya no se encontrara entre ellos.

   Desde entonces, cada luna llena los animales regresaban junto al roble para honrar la memoria del humano. Para recordar al ser que también se portó con ellos.

   La amistad es hermosa cuando es sincera, cuando es real, cuando se da todo desinteresadamente, cuando se ofrece sin esperar nada a cambio. Solo de esa bella forma se podrán estrechar lazos de amor, de gratitud que durará para siempre.

 La entrada de hoy ha sido escrita integramente por 
 Lola Gutiérrez

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